Memoria de un escultor empírico
Nos divisábamos desde lejos,
me lanzaba un sonoro -¡Manteca colorá!
me lanzaba un sonoro -¡Manteca colorá!
y se le arrugaba la cara en un millón de formas nuevas.
Hablaba de Bahía Gigante,
de los caminos de polvo con melaza
y de cómo se portaba su perro.
Lo vi tallar cualquier cosa sobre cualquier cosa
y estoy segura de que pudo haberse comido el mundo entero
encima de una bicicleta.
Le daba banano y galleta María a una ardilla
que parecía ser siempre una diferente,
aunque eran todas iguales y se llamaban Chilango
(en honor al Chilango...)
Peleaba con don Aure por tonteras.
Se querían. Se querían muchísimo.
Un cacho de vida compartiendo el mismo pedazo de acera.
Tejíamos juntos y cantábamos en la calle.
Esperaba a que las jacarandas botaran sus tortuguitas en febrero.
Alquimia y... ¡bum!
Aretes, collares y a inventarse un trabajo...
Cuidaba carros en un gimnasio
y bajaba maracuyás
que crecían en la malla
con la serenata diaria del tren.
que crecían en la malla
con la serenata diaria del tren.
Me topé a don Aure en el bus y le pregunté por él.
-El páncreas.
No lo fui a ver porque iba a ser la completa extraña que llora en frente de su familia.
Eso no iba a ayudar...
No estoy segura de cuántos febreros nos pasaron.
Por las flores comenzando a taquear las alcantarillas, recuerdo que:
1. Nunca ayudé a don Johnny a hacerse un perfil de facebook.
2. Me he estado poniendo más seguido el collar de jacaranda que me regaló porque estaba triste de no poder ir a mi casa durante el verano.
Jacaranda mimosifolia |
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