Entrega textual # 6: Hacia un lenguaje escenográfico, Norberto Laino.

De la memoria y el verbo referenciar


"Myth is never a lie or a confession:
it is an inflexion."
-R. Barthes

Cuando tenía siete años, mis papás me llevaron al antiguo Teatro Fanal a ver el ¿concierto? La Madremonte, de Guadalupe Urbina. Yo nunca había ido a un teatro, pero estaba extasiada por salir de noche un jueves de semana escolar, y me moría por saber qué iba a pasar adentro de la sala. Nos sentamos y todo se puso negro. Recuerdo sorprenderme de que la gente hiciera silencio de inmediato. También se puede ver con los oídos, pensé. Con el sonido lamentero de un violín, se activó una máquina de humo que llenó la sala de un olor dulce. Un cenital de luz azul abrió apenas la oscuridad y de las sombras apareció un monstruo; una enorme cabeza de caballo, huesuda, curtida, con una imponente melena negra. Detrás de la máscara, estaba Guadalupe, que comenzó a cantar acompañada por un bombo legüero, tronando la voz como una piedra que se despeña. Canción. Una muchacha danzaba arrastrándose por el suelo, vestida con un traje típico completamente blanco y el escenario casi en penumbra. Canción. Dos mujeres avanzaban por las laterales sosteniendo quijadas de burro y tinajas de barro, iluminadas por calles de luz ámbar. Canción. Guadalupe vestía un poncho enorme de color rojo y cantaba sobre un micrófono escondido entre enredaderas y hojas secas. Canción… Era magia. No había nada más que eso; cuerpos y voces que, con uno o dos elementos, se convertían en bestias, brujas, lavanderas enamoradas, la selva, el grito de árboles ahogados por matapalos…
Este episodio me acompaña desde entonces como el día en que me volví del teatro. Y leyendo a Laino, voy comprendiendo razones. El entretejido de la totalidad escénica había creado una ficción líquida, dinámica, pero concreta; suspendió frente a mi mirada una dimensión nueva de comunicación que sólo era posible porque yo podía dejarme ser en la poesía que me daba el espacio dramático. El espacio estaba habitando mi sensibilidad como si perteneciera a ella desde siempre; entendía que las fibras de mi corta historia social y personal, de apenas siete años, estaba interconectada con un imaginario campesino, de exuberancia natural y misterios criollos, pero en lugar de mostrarme todo lo que ya sabía de estas relaciones de sentido, había cambiado las posiciones de los objetos dentro de la estructura que los sostenían; el espectáculo estaba lleno de nuevos vínculos que cargaban aquellos contenedores del lenguaje con los relatos propios de mi memoria en formas insospechadamente familiares. Había una inversión de aquello que podía reconocer, en la que aparecían otras cosas que también recordaba, aunque nunca las hubiese visto. Y aquí están, conmigo. Imágenes que retuve quizás porque son ellas las que me retienen a mí.
Pensando en diseñar para Borges, la sensibilidad que me atraviesa es una que reconozco profundamente porteña. El Café Tortoni, las confiterías de esquina, el Jardín Botánico, el vals, la nostalgia bohemia de las grabaciones de Gardel. La ironía está en que García escribió un texto que me evoca a un Buenos Aires que nunca he visitado. Jamás he estado en Argentina, y aunque fuera, el Buenos Aires que reconozco en el texto tiene casi setenta años de no existir. Ilusorio sería pretender que mi imaginario en relación a Borges pudiera satisfacer al porteño común; afortunadamente no estoy diseñando para Buenos Aires, si no desde Buenos Aires. Un Buenos Aires particular. Mío. Transeúnte de lo que en él encuentro autoreferencial. El riesgo sería caer en el abismo de mi propio ombligo, pero la ventaja es que existe ya un Bs.As. muy anterior al mío en el que puedo bucear antes de bautizarme en mis indulgencias estéticas.
Regreso entonces a Laino. La posibilidad de formular un lenguaje escenográfico es dependiente de la capacidad de desmontar los lenguajes preexistentes a lo escenográfico sin arrancar las hipótesis que habitan dentro de la referencialidad de esos lenguajes previos. Si La Madremonte evocaba el misterio primigenio del bosque tropical seco, era porque lograba extraer la esencia poética de la materialidad que colocaba en escena, de modo que fuese poseída por los cuerpos que co-habitaban en ese espacio. No sólo el de los intérpretes, sino el de los espectadores. Mi cuerpo de niña de siete años, criada en el Valle Central, añorando la magia narrada por su madre al hablar del pueblo natal y sus historias de pozas y venados, se estrellaba sobre aquellas imágenes sonoras de mujeres con tinajas, enaguas pesadas y voces cavernosas. La selva estaba en mí antes de estar en cualquier parte, así que no hacía falta ponerla también en el escenario. Lo único que parecía necesario era saber que una quijada de burro suena a pura muerte, pero que acompaña en la fiesta a la marimba; que Borges odiaba a Gardel por sanitizar el tango, pero que alguna vez tuvo que escribir que “Buenos Aires se siente confesada y reflejada en esa voz de un muerto”, y que siempre, siempre habrá un algo muy anterior a mí en el que ya estoy yo con todo lo demás, y que lo demás está en recoger con pinzas fragmentos de la memoria, para luego jugar al cadáver exquisito con el prójimo espectador.

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