Berrinche por un queque

O Sorece II

Antes me caía todo el tiempo.

De pequeña dejaron de comprarme lentes porque los pasaba quebrando gracias a mi afición por el suelo.
Mi pie, cual pampa guanacasteca, me tiraba hacia el duro abrazo de las aceras, los salones y los patios del mundo para que aprendiera pronto a lidiar con las sensaciones calientes de la pena y el ridículo.


Ridícula.
Que palabra fea.
Como decir sin sentido,
pero yo me caía con todo el sentido del mundo.

Como cuando me tropezaba en las calles de lastre y me incrustaba miles de piedritas en las rodillas
y mami venía a quitármelas una por una mientras yo pegaba gritos.
Luego partía una hoja de sábila y me la ponía entera sobre el raspón.
La babita le hace bien, me decía y me regañaba porque lloraba mucho:

ya no sea ridícula

Pero tiene sentido caer cuando está prohibido llorar.

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Como a mi mamá, a mi abuela, y supongo que a todas las cocineras de mi linaje, me hiere profundamente el orgullo cuando alguien rechaza mi comida.

Como a todas, me programaron para escudriñar la paja en el ojo ajeno.

Como a ella, se me activa una incomodidad aprendida que no me hace feliz.

Como Lagarde, quisiera mirar del otro lado del salón con complicidad,
pero me recibe una mirada esquiva que se queda lejos,
inalcanzable, temida y añorada
como las chiquillas populares que me gritaban gorda en cuarto grado
y que cuando me ponía a llorar,
torcían los ojos y murmuraban irritadas:
ya no sea ridícula

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Recuerdo que estaba sentada a la orilla de la estatua, seguro esperándolo, a mí no.
Se levantó muy rápido cuando me vio y se puso muy nerviosa. Sonreí e hice el esfuerzo consciente de proyectar empatía porque sabía que pensaba que tenía algo que reclamarle.
-
Nunca hemos hablado de él. La adoro.
-
Nos vio entrando al bar. Cuando salí a fumar la vi como gesticulaba furiosa
pero por dicha la música estaba alta y la mesa lejos.
-
No sé si recuerda que me retiré de su curso, pero yo sí recuerdo el momento en que comenzó a saludarme sólo cuando estaba con él, y el momento en que dejó de saludarme del todo.
Volvieron del Sur
Me da miedo topármelos
-
A ella nunca la conocí.
-
Vivíamos juntas y no sabía que era su ex. Nunca cambió conmigo, nunca un modo, un gesto, una mirada juiciosa, nada. Se enredaron de nuevo un par de veces y me sentí como una mierda.
-
Una vez nos topamos las tres por accidente. Yo me cagué de risa.

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Ya no me caigo tanto, pero me da vergüenza admitir que me sentí como una estúpida aquella vez que me sonrió en el bus pero no quiso sentarse conmigo...

Ya, ya, Fabi...  no seas ridícula...



Bibi Andersson y Liv Ullman (1966)


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